Recuerdo que andaba yo un día, allá por el 88, borracho como
un lémur en la noche gijonesa, cuando me di de bruces con Paco Abril, el hombre
de la oreja verde en la sección infantil de la Nueva España. Lo reconocí al
instante y dije:
—¡Coño, si eres el hombre de la oreja verde!
No dijo nada (creo que arqueo una ceja) y no insistí. Me
sumergí en la pista de baile con un vaso de un líquido azul que acababa de
robar en la barra y me dediqué a hacer como que bailaba dejando que mi mano
muerta se frotara con los culos de las chicas.
Al día siguiente estábamos los amigos en el parque fumando unos porros y también
estaba Trabadelo (nombre ficticio), un tipo que andaba con nosotros aunque dudo
que fuera amigo de nadie. No bebía ni fumaba porros ni tabaco, asistía con
curiosidad antropológica a nuestras celebraciones adolescentes y a veces
intervenía, indiferente y sin implicarse emocionalmente, en nuestras conversaciones. Su madre estaba
como un queso y cuando íbamos a su casa (nunca entendí por qué nos invitaba) solía
acariciarnos la nuca y hablarnos con diminutivos y yo siempre imaginaba una
relación incestuosa entre madre e hijo.
El caso es que estábamos en el parque con las pestañas
erizadas y la risa floja y recordé mi
encuentro con Paco Abril, solo que no recordaba su nombre real.
—Ayer me encontré con el hombre de la oreja verde —dije.
Se hizo un silencio porque nadie leía el periódico y menos
aún la sección infantil.
—Tiene otro nombre pero no lo recuerdo ahora. Sale en el
periódico.
—Da igual, amigo Javier, si tenía una oreja verde seguro que
su nombre es impronunciable para la especie humana —dijo entonces Trabadelo.
—¿Tú te follas a tu madre o qué? —dije. Trabadelo siempre me
superaba en agudeza y me hacía perder las buenas maneras con su laconismo.
Se levantó y se fue y ya nunca más se volvió a arrimar a
nosotros. Me he enterado por casualidad de que ha publicado recientemente y con
bastante acierto, un estudio revolucionario sobre la manera en que nuestro cerebro anfibio se relaciona con la corteza
cerebral y de qué manera nuestras decisiones aparentemente racionales dependen
de una criba emocional que las hace no tan racionales.
¿Os imagináis que nunca hubiera insultado a Trabadelo y su prodigioso
cerebro hubieran acabado siendo captados y anulados por nuestra secta de
descerebrados?
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