viernes, 10 de mayo de 2013

Presuntamente vivo


Estoy jubilado y si me da la gana no hago nada en todo el día, pero en mayo y en noviembre me veo obligado a ir al Palacio de Justicia para que me den una fe de vida y evitar así que en Andorra me tomen por muerto y me retiren la pensión que complementa la limosna española. El nuevo Palacio de Justicia de Gijón es un edificio  casi sin actividad en el que las voces hacen eco. El guardia jurado me indicó la maquinita para coger el número y  yo me fui directo a una enorme, táctil y telemática, cuya información era un tanto laberíntica. Miré al guardia jurado encogiendo los hombros y me gritó desde su puesto.
—¡La de carnicería!
Pensé que el buen hombre se había vuelto loco.
—¡Esa no, la de carnicería! —volvió a gritar.
Una señora se acercó a mí y me señaló una maquinita expendedora de números como las que tienen en los supermercados. Como yo nunca compro la carne en el super, no me enteraba de lo que aquel señor me quería decir.
­—¡Como la de la charcutería! —le grité al guardia, sonriendo (los embutidos y los quesos sí los compro en el supermercado), y me sonr asintiendo con la cabeza.
Cuando me llegó el turno, la señorita administrativa me pidió el DNI y miró la foto y luego a mí y luego la foto y luego a mí. Me pareció que dudaba de que yo estuviera realmente vivo y, ante la posibilidad de que se negara a expedir el documento que lo acreditaba, procuré mostrarme lo más vital que pude, moviendo ligeramente las orejas y alzando una ceja y luego la otra con los ojos desmesuradamente abiertos. No sonrió pero me dio el papelito y salí de allí con la turbia sensación de que de alguna manera el estado de jubilación amortajaba mi presencia y me hacía parecer menos vivo. Un vistazo rápido al documento no hizo más que corroborar esa impresión: decía que yo estaba vivo a día de hoy pero solo en valor de simple presunción y eso me hizo pensar que la señorita me lo había sellado sin estar muy segura de lo que certificaba y prefirió no mojarse y añadir al texto ese detalle que la descargaba de responsabilidades en el caso de que finalmente yo resultase estar muerto y no vivo.
Me fui a tomar un vino al Bar la Vaina y estuve un rato dándole la brasa a Chema. Le expliqué, sin venir a cuento, al igual que suelen hacer los jubilados,  cómo había empezado mi vocación de peluquero, 30 años atrás: Cuando tenía 17 años y cursaba 3 de BUP, me acerqué a buscar a mi amigo Mauro (DEP) a la academia de peluquería para irnos por ahí a fumar unos porros y hartarnos de vino. Cuando lo vi salir rodeado de jovencitas adolescentes mi polla se puso como una morcilla de Burgos. Al día siguiente les comuniqué a mis padres mi intención de abandonar los estudios y abrazar mi verdadera vocación, la peluquería de señoras. Pronto comprendí que ese sería el periodo más feliz de mi vida, rodeado de chicas pubescentes que reían y se desinhibían. Descubrí que si le pedías a una novata especialmente torpe que te cortara el pelo, se arrimaba mucho para ver bien lo que hacía, y si dejabas la mano muerta en el reposabrazos era fácil que su coño la calentara. También podías notar, al apoyar ella su vientre en tu brazo, el movimiento de sus intestinos. Mis ojos se empañaron mientras hablaba de esos jóvenes intestinos que  se sacudían contra mí a golpe de tijera y apuré el vino y me fui para no incomodar al chigrero.
Decidí dar un pausado paseo de jubilado y  al rato me encontré con unas obras en la playa de poniente y varios jubilados mirando la excavadora hacer su trabajo metiendo escombros en el camión y, como me sentía viejo después de  que una señorita administrativa dudara de mi condición de organismo vivo y de haber relatado mis vivencias de juventud a alguien que no se podía escapar, me acerqué a mirar el trabajo de los obreros. A mi lado había un anciano bastante robusto y con aspecto de haber realizado todo el trabajo del mundo. Sus manos parecían estar agarrando una herramienta imaginaria, de agarrotadas que estaban. Le miré varias veces hasta que él me miró también.
—Estos no tienen ni puta idea —dije, señalando a los obreros.
El viejo me miro con una expresión severa y despectiva que parecía querer decir: “¿qué cojones sabrás tú lo que es trabajar?” y yo le miré con expresión chispeante de querer decir: “pues a partir de ahora el raro va a empezar a ser usted, porque aquí ya no trabaja ni Dios”. El viejo emitió una tos nerviosa que interpreté como que había comprendido la información no verbal. Apreté los labios y le guiñé un ojo como queriendo decir: “¿a que está usted manteniendo a sus hijos cincuentones?”. Debí tocarle su fibra sensible porque miró al cielo con resignación. Me acerqué y le pasé el brazo por el hombro y pareció no gustarle mi atrevimiento, porque se volvió y se alejó a pasos agigantados, mirando hacia atrás de vez en cuando.
Consideré que mi mañana había sido sobradamente aprovechada y me fui a comer, después de sentarme un rato a darle a las palomas.

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