Cuando
Marisa y yo empezamos a salir tuve que renunciar a mis principios y vestirme
como una persona normal, con mi americana color mostaza y mis pantalones de pana
roja y unos zapatos y todo. Empujaba hacía la zona cero de mi calva los largos
mechones que se alzan graciosos en los laterales de mi cabeza y conseguía
cubrirla medianamente haciéndolos girar en espiral, aunque no tardaban ni un
par de horas en volver a la posición inicial. Cuando la relación ya estaba consolidada
volví poco a poco a salir a la calle en zapatillas de cuadros y chándal y mis
mechones fronterizos se alzaban dementes como si quisieran limpiarle el polvo
al cielo. Marisa estuvo unos días meditabunda como si algo importante se
fraguara en su cabeza y un día en que advirtió que unas parejas que tomaban el vino
en la mesa de al lado parecían encontrar gracioso mi aspecto, me lo dijo.
-
Mariano, la gente se ríe de tus zapatillas y tus mechones esquineros y el chándal
rosa y me da mucha vergüenza. ¿Es que no te das cuenta de que hace dos semanas
que no te beso en público?
A
veces se enciende una lucecita en mi cabeza y tres o cuatro neuronas que
normalmente permanecen en estado vegetativo se despiertan al unísono para hilvanar
juntas un razonamiento complejo que me deja fatigado y estupefacto durante
varios días con sus noches.
- El
que se avergüenza del ridículo ajeno debería probarse una nariz de payaso y
sentarse a cagar delante de un espejo.
Marisa
se quedó un rato pensativa y luego dijo:
- Eso
que has dicho es muy bonito, pero eres tú el que debería avergonzarse y no yo,
de ser blanco de burlas cada vez que sale de casa.
-
Las fronteras que separan el miedo al ridículo y el complejo de inferioridad
son muy escurridizas.
-
Vaya, ¿Y eso qué quiere decir? Me estás asustando.
Estuve
un rato intentando tirar del hilo de mis pensamientos para componer una
explicación coherente.
-
Ay, Marisa, me va a estallar la cabeza- dije.
En
la mesa, una mosca se paseaba con otra mosca encima y todo hacía sospechar que buscaban
el azúcar que se derrama de los sobrecillos para el café. Por otro lado, en una
mesa del fondo había un viejo que respiraba mal y su boca semiabierta enseñaba
constantemente los dientes de abajo y nunca los de arriba.
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