Mi Marisa me dijo que se iba a alojar un irlandés en nuestra casa
durante unos días. Era un amigo de un amigo al que no conocíamos y se venía a
trabajar a España y la idea era darle alojamiento mientras encontraba piso.
—Jolines, Marisa, ahora resulta que
vas a llenar la casa de irlandeses desconocidos sin consultarme. No me apetece
tropezarme en la cocina con un tipo que usa faldas y no lleva calzoncillos, no
podré dejar de pensar en sus huevos colgando mientras hablo con él.
—Eso son los escoceses. Y no tendrás
que hablar con él porque no habla español.
—Ay, Marisa, no creo que pueda soportarlo. Los hombres somos
territoriales y yo soy incapaz de orinar en los servicios públicos sí hay otra
persona haciéndolo, aunque haya veinte urinarios y estemos uno en cada extremo.
No me imagino comiendo en la misma mesa mientras vosotros dos charláis de
vuestras mierdas en inglés. ¿Cómo sabré que no os estáis riendo de mí o
insultándome?
—Siempre puedes comer media hora
antes o después.
—¡¡Por dios, Marisa, al final
terminarás por ponerme un comedero en el baño!! Todavía no ha llegado el
invitado y ya me siento desplazado. Solo espero que no desfile por el pasillo
atronando la casa con su gaita y nos deje el suelo lleno de pelos rizados de
sus genitales.
Estuve unos días meditabundo y con
expresión desconsolada para hacer ver a Marisa cómo me afectaba la situación
que me iba a imponer. Pero ella tiene unos principios inquebrantables y no
estaba dispuesta a dar su brazo a torcer y finalmente apareció con el tipo en
casa. No llevaba falda ni gaita pero se le veía cierta altanería irlandesa.
Parecía querer decir, a juzgar por la expresión de su rostro: “Yo soy un
IRLANDÉS y tengo unos huevos como esos altavoces y tú
eres un puto mariano insignificante”. Luego se mantuvo muy comedido durante la
comida, haciendo ver que comía por no
hacernos un feo y bebiendo una cervecita a sorbos diminutos, solo para
humillarme delante de Marisa que, aunque normalmente bebía grandes vasos de
vino de dos tragos, ahora parecía paladear los mini-sorbitos de tinto y
estiraba el meñique como si fuera una condesa. Se permitió incluso recriminarme
cuando llené mi tercer vaso y luego sacudir la cabeza con desaprobación
mientras me limpiaba la boloñesa de la barbilla.
El irlandés, cuyo nombre olvidé justo
dos segundos después de ser presentados, quiso ser amable conmigo.
—¿Qué tal el vino? —chapurreó como
pudo (lo había traído él).
—Estamos en España, puto irlandés de
mierda, y no nos gusta el vino francés porque tenemos unos vinos cojonudos y
que sepas que mis cojones son más grandes que los tuyos y seguro que más
limpios —dije, con una sonrisa que pretendía parecer enigmática.
—Mariano, cariño, Graham no habla
español pero lo entiende perfectamente.
—¿Graham?¿Qué es un Graham?
Fue la última vez que le dirigí la
palabra durante su corta estancia. Veía como charlaban y charlaban y yo ponía
cara de gran tormento o de amante despechado. Cuando él llegaba yo me iba dando
un portazo y deambulaba por los bares hasta altas horas de la madrugada para
asegurarme de no tener que verle la cara. Cuando por fin encontró un piso a su
medida había pasado un mes y mis relaciones con Marisa se habían deteriorado.
Marisa no me dirigía la palabra y se ponía sus platos y
su vaso y se servía su vino y yo el mío. En la cama se apretaba contra la pared
para que nuestros culos no se rozasen y a veces se iba a dormir al sofá cuando
yo llegaba borracho como un lémur y apestando a vino. Un día me deslicé con
sigilo por detrás cuando ella lavaba unos platos y le dije al oído:
—Ay, Marisa, ¿ya no me vas a querer
nunca más?
—…
—¿Eh?
—No sé.
—¿Quieres que me vaya de casa?
—No sé.
—¿Y si limpio los azulejos y las
ventanas todas las semanas?
—No sé.
—Puedo lavar a mano tus
braguitas frotándolas bien para que
desaparezcan esos restos que siempre quedan.
—No te arrastres —dijo, y la vi
sonreír a través del reflejo en el grifo mientras notaba que su mano me
apretaba los huevos. Es un ángel.