Sonia era la madre de una chica de a 20 que parecía que no podía controlar sus caderas ni sus tetas ni sus hombros ni la curvatura de su espalda ni su culo-mesita (se podían servir desayunos en él), aunque probablemente toda la coreografía exótica de su cuerpo estaba minuciosamente estudiada para enloquecer a los hombres. Sonia solo tenía 15 años más que su hija y se sentía tan celosa de ella que procuraba follarse a todo aquel que la mirara con lujuria.
A Sonia se le iba la oreja a las conversaciones ajenas y a veces entraba en ellas involuntariamente. Un lunes estábamos tomando un café en un bar pequeñito de paredes de piedra y fotos de niños, cuando el camarero le chilló a la cocinera: “¡Si bajas al almacén sube cuatro cartones de leche!”. Sonia musitó, con la mirada perdida en mi frente, “Vale, cuatro cartones”.
Un domingo en el autobús una chica le dijo a otra “ ¡…me entraron unas ganas de darle una patada en los huevos…!” y Sonia murmuró mientras con su dedito dibujaba en la suciedad de la ventanilla “ di que sí, una patada en los huevos bien dada”.
También desvelaba conversaciones internas sin darse cuenta. Estábamos unos cuantos en la barra del bar y la oía decir, muy bajito, dirigiendo una mirada perdida a la izquierda (siempre a la izquierda) “y tú que lo veas con los ojos en la mano”.
Marcelino Mimosín era el jefe de sala del comedor del hotel y le llamábamos así porque todas las tías de todas las edades se lo querían follar no por su cuerpo escultural sino por su aire de osito de peluche, imberbe, regordete y con grandes ojos de grandes pestañas caidas y tristonas y boca pequeña de labios rojos por la que escupía los cinismos mas malvados que uno pueda imaginar. Como miraba con lujuria a la hija comosellame de Sonia esta se lo llevó al huerto. Mimosín y yo habíamos forjado una profunda amistad basada, sobre todo, en la sorprendente y casual revelación de que los dos nos habíamos puesto cachondos cuando teníamos 13 años leyendo una novelita (de las de cambiar en el quiosco) de Ralph Barby que se llamaba “El planeta de las hembras Leax”, en la que un navegante del espacio caía en manos de una especie extraterrestre de hembras en cuyo planeta no tenían hombres y hay que ver lo que le hacían al pobre muchacho. Saber que otro ser humano se había masturbado con aquella obra insignificante derribó cualquier barrera que pudiera haber entre un jefe de sala y un friegaplatos. Así que me contó lo que pasó con Sonia. Yo no había follado nunca con Sonia ni quería porque me daba mucho miedo pero tenía algunas sospechas razonables sobre su comportamiento en la cama, y Mimosín me las corroboró. Me lo contó así:
-¿Sabes lo que hizo la hija de puta en medio del polvo, justo antes de corrernos como perros?- me preguntó Mimosín, con gesto más desconcertado que indignado
-No se, ¿dijo algo sobre un trasmisor estropeado o sobre yogures?
- Dijo “vale, si no llueve voy con la bici roja”.
Y hablando de conversaciones raras en la cama, PICAD EN LA IMAGEN NEGRA Y FELIZ AÑO.
A Sonia se le iba la oreja a las conversaciones ajenas y a veces entraba en ellas involuntariamente. Un lunes estábamos tomando un café en un bar pequeñito de paredes de piedra y fotos de niños, cuando el camarero le chilló a la cocinera: “¡Si bajas al almacén sube cuatro cartones de leche!”. Sonia musitó, con la mirada perdida en mi frente, “Vale, cuatro cartones”.
Un domingo en el autobús una chica le dijo a otra “ ¡…me entraron unas ganas de darle una patada en los huevos…!” y Sonia murmuró mientras con su dedito dibujaba en la suciedad de la ventanilla “ di que sí, una patada en los huevos bien dada”.
También desvelaba conversaciones internas sin darse cuenta. Estábamos unos cuantos en la barra del bar y la oía decir, muy bajito, dirigiendo una mirada perdida a la izquierda (siempre a la izquierda) “y tú que lo veas con los ojos en la mano”.
Marcelino Mimosín era el jefe de sala del comedor del hotel y le llamábamos así porque todas las tías de todas las edades se lo querían follar no por su cuerpo escultural sino por su aire de osito de peluche, imberbe, regordete y con grandes ojos de grandes pestañas caidas y tristonas y boca pequeña de labios rojos por la que escupía los cinismos mas malvados que uno pueda imaginar. Como miraba con lujuria a la hija comosellame de Sonia esta se lo llevó al huerto. Mimosín y yo habíamos forjado una profunda amistad basada, sobre todo, en la sorprendente y casual revelación de que los dos nos habíamos puesto cachondos cuando teníamos 13 años leyendo una novelita (de las de cambiar en el quiosco) de Ralph Barby que se llamaba “El planeta de las hembras Leax”, en la que un navegante del espacio caía en manos de una especie extraterrestre de hembras en cuyo planeta no tenían hombres y hay que ver lo que le hacían al pobre muchacho. Saber que otro ser humano se había masturbado con aquella obra insignificante derribó cualquier barrera que pudiera haber entre un jefe de sala y un friegaplatos. Así que me contó lo que pasó con Sonia. Yo no había follado nunca con Sonia ni quería porque me daba mucho miedo pero tenía algunas sospechas razonables sobre su comportamiento en la cama, y Mimosín me las corroboró. Me lo contó así:
-¿Sabes lo que hizo la hija de puta en medio del polvo, justo antes de corrernos como perros?- me preguntó Mimosín, con gesto más desconcertado que indignado
-No se, ¿dijo algo sobre un trasmisor estropeado o sobre yogures?
- Dijo “vale, si no llueve voy con la bici roja”.
Y hablando de conversaciones raras en la cama, PICAD EN LA IMAGEN NEGRA Y FELIZ AÑO.