“El baile de las moscas silvia” y su reverso, “Mira qué tonto” ya tienen prólogos, ambos de Jaime Poncela, un tipo al que admiro tanto en su faceta de articulista esclarecedor como en la de persona accesible y honrada. Anduve unas semanas pensando si escribir yo mismo el prólogo, si no escribirlo, si pedírselo a Belén Esteban o a Ana Rosa Quintana o incluso al mismísimo Carlos Rubiera, pero ocurrió que Jaime le puso un “me gusta” a un par de textos de esos que cuelgo directamente en facebook y me fui a él. Cómo me alegro de haberlo hecho. Aquí tenéis el prólogo de “Mira qué tonto”. El de “El baile de las moscas Silvia” lo leeréis los felices compradores dentro de muy poco tiempo, porque esto ya está en el horno:
Cuando Salinger y Bukowski se enamoraron
en el Parnaso, un sórdido puticlub de carretera que hay entrando en Jaca donde
ambos paraban a emborracharse con vino blanco y Pilé 43 y ponerse palotes
leyendo el Ulises, juraron sobre el María Moliner follar por lo literario y
tener un hijo bastardo. El resultado de aquel apretón venéreo hecho de
subordinadas, yuxtapuestas y conjunciones copulativas, fue Javi Guerrero.
Tullido, renegrido y malencarado, ya desde niño el infame Javi se distinguió
por sus frases punzantes como almorranas, una obsesiva propensión por el dibujo
pornográfico, el sexo fácil y gratuito o solitario, su afición al roce fortuito
con las nalgas de unas profesoras fellinianas, además de hacer de la
provocación cruda un arte parecido al de Cúchares con todas y cada una de sus
fases y cambios de tercio: faena de aliño recibiendo a porta gayola, suerte de
varas con puya, banderillas de castigo y estocada final en las modalidades de
volapié o recibiendo, como se dice que hacía Carancha.
Siendo ya Guerrero un apestado social en
justo pago a su insolencia deslenguada, pasó los años siguientes mirando la
pizarra y mostrando por doquier su pizarrín, rodeado de niñas turbadoramente
bizcas con unos senos más turgentes que comunales, compañeros legañosos y
chivatos, y pedagogos mediocres que fueron incapaces de sacar partido al
inmenso talento de aquel hijo de perra cum laude que, fracasando una vez más en
su intento de ser un tipo normal, partió hacia Andorra para ser piloto de bufé,
propiciando así la fuga de su talento en el mismo coche de línea en el que los
Pujol Ferrusola se empleaban a fondo en la fuga de capitales. Tras miles de
horas de vuelo al mando de calderos de sopa y fuentes de ensaladilla, Guerrero,
conocido allí como “el tarado”, rompió a escribir con una pluma mojada en todos
los fluidos corporales propios o ajenos mientras fumaba los vientos y bebía las
tempestades que hay que atravesar hasta llegar al ojo del huracán de uno mismo.
Como buen personaje de Le Carré, el hijo bastardo de Salinger y Bukowski ha
sido, además de dibujante, escritor, borracho, provocador, hipocondríaco,
ayudante de cocina y piloto de perolas, peluquero con pulsiones artísticas
homosexuales y una de las pocas personas (sic) capaces de apreciar la infinita ternura
que hay en la sonrisa de Charles Manson y la depravación infinita que se
esconde en todos los libros escritos por Enid Blyton.
Feliz en su derrota, rozagante en el
suicidio social que impone su inteligencia oscura y penetrante, el joven
Guerrero ha vuelto de la guerra hecho un paisano que ya ha pasado por el
Apocalipsis con bastón y se ha hecho experto en cultivar el ictus con el mimo
que se cuida una planta de interior. Sus padres literarios se sienten
orgullosos del bastardo que trajeron a este campo en el que él sigue sembrando
las negras flores de la tinta.
Todas esas cosas y algunas más están
escritas en este libro que es una joya que es un diamante de sangre, vómito,
lágrimas y vida en bruto. El prologuista avisa: que tontoentero el que no lo lea.
Jaime Poncela
Gijón 26 de agosto de 2014