Prólogo
Ocurre que cuando el dedo del sabio apunta a las estrellas siempre hay un idiota que es incapaz de ver cualquier otra cosa que no sea el dedo. Cuando cualquiera de nosotros apunta a la vida la mayoría no somos capaces de ver otra cosa que no sea un montón de mierda sobre el que revolotean moscas de corpulencia variable, algunas tan potentes como nécoras de ración haciendo que el sol saque de sus torsos tonos de un verde metálico. Y nos habríamos quedado hipnotizados por el asco, maldiciendo la mierda y espantando moscas si no fuera porque el doctor Emilio Patán, fino entomólogo, mentor, amigo y alter ego de Javi Guerrero, nos hubiera enseñado a ver en el ir y venir de los bichos una finísima coreografía, una refinada manera de degustar las heces, de bailarles a modo de postrero homenaje. Y sí, de acuerdo, el mundo es un montón de mierda sobrevolado por nubes de dípteros, pero aún hay esperanzas para él gracias a profetas como Patán o Guerrero que, a riesgo de ser tildados de locos, insistan en enseñarnos que esas moscas machadianas y familiares son sutiles bailarinas con un finísimo sentido del ritmo, del compás y la rotación. Son las moscas silvia, seres de apariencia vulgar y sucia que le bailan la mierda al mundo porque saben que nada es lo que parece y que lo que no mata engorda. Así que donde los simples vemos moscas y mierdas, Patán y Guerrero ven seres fascinantes que enseñan el coño en los bancos del parque y beben cerveza a cambio de una foto que no llega.
Así, gracias a la visión de quien entiende el baile de las moscas silvia una yonki pasa a ser una modelo del realismo sucio, un niño muerto deja por herencia la silueta de Mickey Mouse impresa en una acera y muere un señor calvo ante una televisión en la que se ve morir a un cachorro de león sin que el jodido naturalista del National Geographic mueva un dedo por él. Sobre este montón de mierda vuelan esposas suicidadas y madres que llevan bajo el brazo un incesto o un ciento; vuelan niños que se llevan todas las hostias que quedan sueltas en el colegio, y empleadas de parques y jardines con cuerpo de primavera sudada, y gaviotas cojas, y porteros de discoteca, y niños repolludos que dejan a Manolito Gafotas a la altura del betún, y enfermeras bellas y distantes. Y si uno se fija bien y se deja llevar por el doctor Patán y su lazarillo el Guerrero consigue entender finalmente cómo es el baile de las moscas silvia. Es más, llega uno a comprender que su propia vida, sus hedores, rigores, pundonores y miedos cervales que le hacen moverse de aquí para allá son los propios de una mosca más que vuela siguiendo una ancestral coreografía que lleva grabada en la cabeza y que solo cesa ese día en que se encienden las farolas de la última noche.
Uno que sólo ha tenido respeto al doctor Sugrañes, aquel que torturaba a Eduardo Mendoza, es desde ahora paciente fiel del doctor Patán y su cruelmente tierno enfermero Javier Guerrero. Sométanse a su terapia y el mundo será menos mierda y los humanos serán insectos asustados que vuelan para no caer.
Jaime Poncela
Gijón, 25 de agosto de 2014.
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