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—Mire, señorita, cuando era niño
pensaba que los camareros no eran personas de verdad. Pensaba que eran como una
especie de esclavos que traían de algún sitio para servir a las personas
reales. Pensaba que eran huérfanos o gente afectada por alguna merma, muertos
de hambre o cosas así. Se quedaban tan sonrientes y serviciales y atendían de
una manera tan rastrera nuestros
caprichos que llegué a perderles el respeto por completo y recuerdo que una vez
le escupí trozos de pan amasados en la boca a uno y mi madre me dijo que eso no
se hacía. “¿El qué, escupir bolas de pan o escupírselas a los camareros?”, dije
yo. Así pasaron los años y me hice adolescente pensando que los camareros no
eran personas y, pese a que a veces les concedía esa categoría a algunos de
ellos, no conseguía verlos como a iguales ni cuando me cruzaba con alguno de
algún bar que frecuentaba, en una tienda o en un pub nocturno, y lo veía
riéndose, bailando o comprándose unos
calzoncillos. La primera vez que tuve la impresión de llevar toda mi vida
equivocado respecto a ellos fue como un puñetazo en la boca. Tenía yo 18 años y
me encontré en un bar de copas con el camarero de la sidrería a la que nos
llevaba mi padre. Siempre lo veía ir de una mesa a otra como una puta rata
sirviendo culinos de sidra y me parecía asombroso vivir en una sociedad que
podía permitirse esclavos que echaran el líquido de la botella al vaso para que
se lo bebieran las personas normales. Pues ahí lo tenías, morreándose con una
chica muy guapa y fumando porros y bebiendo tequila a dos manos y además el
camarero del bar le servía como a una persona.¡¡UN CAMARERO SERVÍA A OTRO
CAMARERO!! Me saludo y me hice el loco. Insistió y se acercó a mí y me dijo que
me conocía de la sidrería y yo le dije que ya veía que tenía una doble vida y
que le dejaban esparcirse como a una persona normal. “¿Y tus jefes saben que te
haces pasar por una persona normal en tu tiempo libre y andas por ahí
cortejando y bebiendo? ¿Les molestaría si lo supieran? ¿Cuando haces de criado
en la sidrería estás todo el rato contento o a veces sonríes de mentira? Quiero
que sepas que yo pienso que nadie debería servir a otras personas y espero que
algún día os den un salario o algo”, le dije, con la más empática de mis
sonrisas. Por eso digo que fue como un puñetazo en la boca, porque me amenazó
con dármelo si no me iba por ahí a joder a mi madre. De todas formas no fue
entonces cuando me convencí de que los camareros también eran personas. Verá,
señorita, no es lo mismo tener una opinión sobre algo, una opinión elaborada
tras sesudos razonamientos, que una creencia. Las creencias están grabadas con
huella indeleble en el cerebro y es muy difícil deshacerse de ellas y adoptar
otras. Y la idea de que los camareros no eran personas no era una opinión sino
una creencia. Fue necesario un puñetazo en mi cerebro y no en mi boca para que
finalmente aceptara que había estado equivocado durante toda mi vida. Mi padre
me consiguió un trabajo para el verano (sí, lo ha adivinado usted, un trabajo
de camarero en un hotel) y cuando me vi con aquel disfraz sirviendo a las
personas, rebajado a la categoría de esclavo, pensé que el mundo, tal y como lo
conocía, había desaparecido para siempre y ahora ya nada me ataba a la vida
real. Solo era un paria y mi vida solo podría ir a peor. En el vestuario les
pregunté a los compañeros si tenían padres o si alguien les había secuestrado y
obligado a realizar estas tareas humillantes, quería saberlo todo, ahora que
formaba parte de ello, y les dije que en mi caso la culpa era de mi padre, que
probablemente había perdido la razón y me había vendido como camarero. Me
miraron como si hubiera una rana croando sobre mi cabeza. Durante los meses
siguientes agudicé el oído y todos mis sentidos, y mi cerebro fue moldeándose y
adaptándose a la situación. De alguna manera mis neuronas se habían organizado
para darme una nueva versión de la situación que resultara soportable, porque
el cerebro humano, señorita, es una caja de sorpresas con una capacidad de
adaptación infinita. Ahora se había invertido la situación y eran los clientes
los que no eran personas. Hacían cosas absurdas, pedían bebidas insensatas y
sus caprichos no parecían tener límites. Mas hielo, una piedra menos, del
tiempo y con hielo, café solo con unas gotas de leche, cortado corto de café,
un poco más de leche fría y ahora caliéntamelo que se ha quedado frío. Se me ha
caído el vaso. Anís después del vino y vino después del café. Llegaban cuando
las sillas estaban sobre las mesas y el suelo fregado, pretendiendo cenar. Eran
unos monstruos sin conciencia. Incluso una vez un niño me lanzó trozos de pan
amasado. ¿Qué quiere que le diga señorita? Después de esa experiencia comprendí
que la humanidad estaba compuesta por tarados maleables que cambiaban de taras
según estuvieran en el equipo de los camareros o en el de los clientes. Así de
sencillo es el mundo y así se lo he explicado, señorita.
—¿Y qué me dice de las camareras? solo me ha hablado usted de camareros. —dijo la camarera, que había escuchado
en silencio mi discurso, mientras me servía uno, dos y tres vinos.
—Pues creía que eran putas, pero
es un tema que todavía tengo sin resolver.
Me miró como si sobre mi cabeza
hubiera una rana croando. Sonrió, me puso otro vino y dijo:
—A este invita la casa —. Y
arqueó las cejas y miró al cielo en un gesto que me recordó a mi Marisa.
Ya está. Las camareras no son putas.
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