Estamos casi en Navidad y es el momento de escribir un
ensayo populista de corazón desgarrado ante la pobreza y el paro y la sinvergonzonería
de los políticos, una de esas reflexiones indignadas que, dichas por un
tertuliano fogoso, arrancan aplausos unánimes del público. Déjenme que abra una
de vino y empiezo.
Vaya. Tres vinos y se me va la cabeza a aquel episodio
absurdo de la adolescencia, cuando se me ocurrió que aquella casa enorme de Somió
me la iba a comprar yo algún día y a la chavalina aquella que paseaba por su
jardín con aire melancólico mordisqueando las patillas de sus gafas la iba a
poner de patitas en la calle pero primero le iba a romper el culo. A ella y a
toda su puta raza. La venganza de clase obrera se mezclaba con mis hormonas
adolescentes de manera inconsciente. ¿Quién no disfrutaría, a esa edad, presumiendo
de haber sodomizado al Papa o a la ex-reina Sofía, por ejemplo? O a las ex-infantitas
y a mismísimo ex-rey. Llenarle las barbas de lefas a Rajoy. Sí. Si tuviera 20 años
menos creo que podría correrme en la cara de Montoro pensando mientras tanto en
la Cospedal. Pero ahora ya no tengo la animalidad necesaria para organizar una
venganza revolucionaria en la que las vejaciones sexuales fueran las
protagonistas indiscutibles y los poderosos fueran humillados públicamente en
montones de videos virales que recorrerían el mundo entero. Revolución Extreme
Bizarre en España, dirían los titulares de la prensa internacional: R.E.B.E.,
se llamaría la cosa.
Pero divago. Me parece que mañana voy a intentarlo otra vez,
esta vez con un buen cava. Y antes me voy a tomar mi lorazepam.
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