viernes, 1 de julio de 2011

LA MINUSVALÍA FRONTERIZA


A Marisa no le quería decir que tengo un hijo cuya madre no me quiso reconocer como padre porque le daba vergüenza. Durante años dijo que el niño era producto de la violación de un camarero borracho del que nunca supo más, cuando ella contaba 16 años y era pionera en la ahora masiva moda adolescente de disfrazarse de putas sin haber cortado del todo las ataduras que las unen afectivamente a sus peluches. Yo tenía entonces 17 años y ella me violó por una apuesta con sus amigas que consistía en follarse al imbécil del gorro con orejeras que andaba por ahí con los patines de cuatro ruedas(yo). El caso es que mi paternidad se hizo pública cuando el niño ya tenía 15 años y fue entonces cuando la puta de los cojones nos presentó( otro día os explico por qué). Yo a la madre la llamo la puta de los cojones pero tiene un nombre que en este momento no consigo recordar. El niño salió muy listo, rubio y guapo, para mi sorpresa, con la barbilla un poco huidiza como yo pero  el resto bien proporcionado. Sus dotes para el liderazgo y su capacidad innata para las relaciones públicas le hicieron renegar de mí excepto cuando necesitaba dinero; era entonces cuando se presentaba en casa e interpretaba al buen hijo que intenta llevar por el buen camino al padre desastrado. Un día de estos me llamó porque tenía ganas de verme y pensé que ya era hora de que Marisa supiera la verdad sobre mi oscuro pasado. Mi Marisa no dijo ni mu y me dejó explicarme como ahora lo estoy haciendo y para el día señalado lo preparó todo de puta madre, con el mantelito nuevo y los cubiertos finos y la comida de encargo con su primero de sopa de marisco y su cordero al horno y la tarta de güiski que tanto me gusta. El niño(que ya tiene 33 años), Ricardo o Roberto(no me acuerdo ahora porque yo siempre lo llamo el hijo de puta) se presentó todo vestido de marca y con una botella de agua mineral sin gas y un yogurt desnatado (el hijo de puta, repito). Yo siempre cometo la imprudencia de intentar ser simpático y natural como yo mismo olvidando por qué a Ricardo o Roberto o como se llame lo llamo el hijo de puta.
Durante la cena le conté algunas cosas divertidas que me habían ocurrido a lo largo de la vida: lo de las albóndigas que  adquirieron autonomía para moverse después de seis meses en la cacerola, lo de las lentejas que acabaron encima del gato, lo del gato que acabó en el contenedor, lo de la sardina en el culo para disfrazarme de sirena, lo de mi sombrero amarillo que representaba la alegría ortopédica y lo de la iguana introspectiva que llevo dentro, lo del día en que un monitor me hizo entrar en un autobús lleno de disminuidos psíquicos confundido por mi chándal rosa y mis zapatillas de garra de oso y lo bien que me lo pasé cantando durante el viaje. Esto último llamó su atención especialmente y supongo que también la vuestra, así que me explico: Yo había salido a por tabaco y el periódico con el chándal  y las zapatillas de garra de oso y a la puerta había un autobús en el que entraban unos cuantos disminuidos psíquicos. Me quedé mirando un rato porque había uno muy divertido que no hacía más que gritar"¡¡Vamos a la sucursal, vamos a la sucursal!!" y recordé con resentimiento que en mis años mozos estuve a punto de conseguir una paga de minusvalía por mi intasable coeficiente intelectual, que hacía equilibrios entre la estupidez y el desparpajo; pero un psicólogo escéptico se puso en mi camino y consideró que  yo era un idiota por negligencia o quizás por premeditación y que el uso arbitrario que hacía de mi materia gris era producto de la comodidad y no de una tara baremada en la lista de minusvalías subvencionables. El caso es que uno de los monitores me empujó al autobús confundiéndome con un miembro del grupo y yo me deje empujar, viendo la oportunidad de comprobar cómo podía haber sido mi vida de no haberse interpuesto el psicólogo malvado. Nos lo pasamos muy bien cantando canciones de excursión y visitando el jardín botánico. Cuando se fueron me quedó una pequeña añoranza de lo que pudo haber sido que todavía no he podido sacudirme de encima."¡Vamos a la sucursal!", me parece escuchar algunas noches en sueños, y veo la cara sonriente de ojitos diminutos del que podía haber sido mi mejor amigo.
- ¿Eso es verdad?- preguntó mi hijo cuando terminé el relato, tal y como os lo he contado.
-Claro hijo, yo nunca te mentiría.
Mi hijo tenía en mucho aprecio su superioridad intelectual comportándose a veces como si tuviera un tenedor alojado en el culo y mí me gustaba hacerle ver que era el vástago de un tarado y compartía sus genes. Mi Marisa estuvo todo el rato calladita, emitiendo unas tímidas risitas y sirviendo la mesa como una amita de su casa sobreactuada. El chico presumió de su trabajo de no sé qué hostias de empresa y me aconsejó moderación y sensatez porque ya iba teniendo años y al despedirnos mi Marisa le dijo con su sonrisa de amita de casa sobreactuada que como volviera por allí le cortaba los huevos.

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