jueves, 6 de mayo de 2010

UNA BOLSA ROJA Y UNAS OREJAS SERPENTEANDO POR LA PARED

Pues veréis lo que pasó: Un tipo aprovechó que la puerta de atrás del autobús estaba abierta para dejar allí una enorme bolsa deportiva roja y desaparecer. Parece que a nadie le extrañó aquello menos a mí. En los dos segundos que tardó en dejar su bolsa vi su rostro taciturno y despiadado. Era un hombre muy malo. Miré a la chica que tenía enfrente esperando comprensión y alarma y no encontré nada, así que salté a por la bolsa y la arrojé a la calle antes de que explotara. ¡Salté como una gacela!, ¡como un spíderman de abrigo y sombrero! El autobús todavía no arrancaba, llovía y llovía y llovía y la gente se agolpaba en la puerta delantera y entraba y entraba y entraba. Un grupo de niños se acercó a la bolsa. ¡Iban a morir carbonizados y despedazados y sería culpa mía! El autobús seguía allí parado. La gente me miraba de una manera muy rara. Apareció el hombre de la bolsa a mi espalda y se quedó mirando el espacio vacío donde la había dejado y luego a las caras, buscando respuesta. La puerta de atrás se cerró . ¡Me abre atrás por favor! grité. Abrió. Bajé, cogí de nuevo la bolsa y la arrojé al autobús, a las manos de su dueño, que no entendía nada. Me miraba con desconcierto,¿os lo podéis creer? Como si fuera yo el que había traido esa bolsa roja explosiva. Me di la vuelta y corrí y corrí y corrí. Cuando ya me sentí a salvo me paré a conjeturar, adivinando ya que la bolsa no iba a explotar . Bien. Lo que ocurrió fue lo siguiente: el señor estaba acostumbrado a cargar en el autobús con su enorme bolsa roja, con la que se dirigía a su trabajo; estaba harto de tropezar con la gente, harto de la puta bolsa y harto del autobús y de no tener coche; de ahí su torva mirada. La soltura y tranquilidad con que colocó la bolsa , como si la estuviera depositando en el maletero, arrimadita para que no estorbara, daban fe de que ya estaba acostumbrado a realizar esa operación. yo estaba nervioso esa mañana porque había tenido una noche larga y en el tejado había ratones o sabe dios qué; porque el azul de las paredes de la habitación era frio como nunca y la almohada estaba muy sudada y se había derramado vino sobre la sábana y el colchón se había agujereado con la colilla del porro, que no solo no me había sentado bien sino que me había hecho percibir las orejas de los vecinos en la pared por lo menos tres veces a lo largo de la noche, eran las orejas de esos putos bacaladeros o raperos o como se llamen, con sus risas tontas y su mierda de música todo el puto día. Ellos ponían aquello más alto y yo lo mío mucho más. Así durante dos meses hasta que me compré unos CDs de efectos sonoros con trenes, camiones, aviones, fieras salvajes, tormentas, vientos huracanados...Eran 10 CDs y tenían de todo. Los grabé en el ordenador e hice una lista de reproducción fantástica que ahuyentó incluso a las palomas del alfeizar de la ventana, que ya habían anidado allí 4 veces y criado a sus insolentes pichones que desaparecían al llegar su hora sin la más mínima muestra de agradecimiento. La dejaba puesta vuelta y vuelta durante todo el día. Sí señor. Me asomaba a la ventana desnudo con mi polla amorcillada y me estiraba mirando a la vieja de enfrente que tendía la ropa y hacía como que me ignoraba mientras mi habitación emitía rugidos de león o bramidos de elefante, inundando de exotismo el patio de luces. Me iba por ahí de vinos y, mientras, los aviones y los trenes y los leones y los truenos irrumpían en mi habitación y casi seguro que también en las casas de los vecinos. Cocinaba escuchando cataratas y vientos huracanados. Hipopótamos y cuervos y grillos. Pero ese día no. Ese día se había ido la luz y no tenía a mis amiguitos los efectos sonoros, ni libros, ni lápices ni nada. Solo las dos velitas y el azul de las paredes, el tabaco y el vino. Y las orejas de los vecinos raperos pegadas a mi pared, que al fin y al cabo también era suya. Así que estuve toda la noche en vela escuchando orejas que serpenteaban por mi pared y por eso cuando amaneció estaba nervioso y con una desagradable sensación de peligro inminente y por eso cogí el autobús en dirección a la bodega central, que es como un bálsamo para esas ocasiones. Fue por culpa de esa angustia irracional que actué con presteza ante un peligro inminente, una bomba en el autobús, solucionando el caso y salvándole la vida a los pasajeros y a mí mismo pero condenando a los niños del parque y poco después condenando a los pasajeros y salvando a los niños y a mí mismo.
Luego me entró la risa, para variar, ya relajado y con algo de cecina y vino en el estómago.
Y esto no se lo conté nunca a nadie y os ruego que tampoco lo hagáis vosotros.
En la imagen, una historia de locos en el autobús. son dos páginas

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