Cuando trabajaba en Tineo en el IMI (ingresos mínimos de
inserción), había un encargado, Choli o algo así, creo que se llamaba, que
tenía la mirada fría y malvada y el aspecto de un capataz inevitable en las Américas
salvajes. Un día me ordenó que cortara una rama que cruzaba por el camino a una
altura de unos 4 metros y al parecer era susceptible de tropezar con alguna
maquinaria que iba a pasar por allí. Miré la rama desde mi pequeñez y luego lo
miré a él. “Eso está hecho, jefe”, le dije. Se alejó y me fui al bar y me metí
un par de vinos al coleto y uno de aquellos chorizos que colgaban detrás de la
barra. Cuando salí me encontré al capataz inevitable mirando pensativo a la
rama como si en ella se encontrara el misterio de la santísima trinidad. “No
has cortado la rama”, dijo. “No llego” le dije. “Pues hay que llegar”. Nos
quedamos unos segundos mirando a la rama e incluso estuve por admitir que el capataz inevitable tenía razón y había
que llegar pero hice solamente el gesto de ponerme de puntillas e intentar
alcanzar la rama inalcanzable estirándome como si quisiera alcanzar la luna. Me
miró como si tuviera un calamar por cabeza y se alejó. Volví al bar y, sin que
yo hubiera abierto la boca, el chigrero me puso un vino y dijo:
—Está empeñado en cortar esa rama, el pobre, pero no se
atreve porque sabe que el árbol es mío y le rompo la cabeza.
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