
Pero las cosas no salieron como yo esperaba. En primer lugar, la cara de mi Marisa se puso luminosa y exótica a medida que la barriga le crecía y en seguida empecé a tener fantasías sexuales con su tripota haciendo de balancín mientras yo se la metía por el culo (había leido en algún sitio que si se la metía por el coño corría el riesgo de desnucar al feto). Ella tampoco resultó ser una preñada normal y, aunque siempre había sido un poco soseras en la cama, ahora reclamaba algunas porquerías que incluso a mí me avergüenza contar. Solo diré que para practicar casi todos los juegos que se le ocurrían, eran necesarias frutas y herramientas de bricolage; mermeladas y harina; peras lavativas, cepillos de dientes eléctricos y trozos grandes de carne cruda o lubinas muertas y pulpos vivos. Pero después de una de esas sesiones de antojo parecía olvidarse de todo y jamás se me ocurrió, después del parto, recordarle lo demencial de sus apetitos sexuales durante el embarazo. Solo una vez me emborraché y les conté lo del pulpo vivo y el destornillador a todos en noche buena y ella aseguró que jamás había visto un pulpo vivo compartiendo habitación con un destornillador. Tuve que salir a fumar a la calle a pesar de que lo había dejado hacía tres años, del cabreo que me entró. Luego, por la noche, le dije que si de verdad no se acordaba de lo del pupo y el destornillador y coge ella y me dice:
- Ja ja ja...un pulpo y un destornillador...ja ja ja...estás como una cabra.
Acerqué mis pupilas a las suyas mientras sujetaba su cabeza con mis manos, para detectar algún indicio de insinceridad y de que los recuerdos no habían desaparecido del todo.
- ¡El pulpo, joder! ¡El pulpo!.
- Cariño, me estás asustando-, me dijo ahora.
Efectivamente, el pulpo ya no estaba dentro de la cabecita maravillosa de mi Marisa.
¿El bebé? feo como un demonio y reclamando la atención constante de su madre. Una nena.
Patricia, me parece que se llama.
En la imagen, una historia de varias páginas sobre paternidad.