
Diez minutos antes de escribir esto, escuché a un adolescente decirle a otro en el autobús, justo en los asientos de enfrente, lo siguiente (y lo dijo muy serio):
-“¡Joder qué frío!, dicen que si chupas una farola con esta temperatura se te queda la lengua pegada”
- si chupas una farola en cualquier caso es que eres gilipollas- dijo el otro
- ya, pero pasa eso.
- ¿Y tú que sabes?
- Joder, eso lo sabe todo el mundo.
ESO LO SABE TODO EL MUNDO.
Estaréis conmigo en que esta conversación (y su frase final) da mucho juego: ¿Por qué sabemos que no se debe chupar una farola helada?; ¿Quien fue el primero en hacerlo y qué le llevó a ello? Se me ocurre pensar que la tentación de chupar una farola helada es algo parecido a ese oscuro impulso que nos asalta a veces al asomarnos por la ventana de un duodécimo piso, que nos impele a arrojarnos al vacío. También influye cierta incredulidad ante la posibilidad de que a nosotros nos pueda ocurrir algo tan ridículo: “¿Cómo se va a quedar la lengua pegada a una farola por mero contacto. ¡¿A mí me va a pasar?! Imposible”. Y lo hacemos. Pasamos la lengua por la farola. Primero la tocamos tímidamente con la puntita y luego nos envalentonamos, posando toda la húmeda superficie sobre el metal helado. Y ahí estás tú, a las tres de la mañana, en una solitaria avenida, un solitario martes de diciembre, con la lengua pegada a la farola. La bombilla tiene algún problema, produce un desasosegante zumbido y a ratos parece querer apagarse, lo cual le añade tensión dramática a la situación porque no puedes evitar interrelacionar tu lengua helada y la luz intermitente. Después solo te queda esperar que aparezca alguna persona de buen corazón y se crea que la bochornosa situación en que te encuentras no es una broma de cámara oculta. También puedes llamar a emergencias intentando explicar lo que te ocurre a pesar de las lógicas limitaciones que tienes para hablar: “ Zi, peddone, ez que eztoy con la lengua pegada a una fadola en la avenida Damón Pdieto” En caso de que la telefonista no te haya colgado te pedirá, probablemente, que repitas lo que has dicho, en cuyo caso será mejor que cuelgues tú. Recuerda: Llamar a la familia o a algún amigo no es una opción, este accidente debe ser enterrado y permanecer para siempre bajo llave en el oscuro baúl de tus recuerdos vergonzosos, junto con aquel día en que al tirarte un pedo evacuaste el interior de tus intestinos durante una celebración de campo, borracho de anís. Mientras esperas con la lengua pegada a la farola, te preguntas porque no tomaste la precaución de hacerlo acompañado de alguien o en un sitio concurrido y la repuesta surge burlona como el muñeco de resorte de una caja sorpresa: Por la misma razón que te impide llamar a alguien. Estas cosas solo se piensan en solitario; nadie en su sano juicio quiere ser visto lamiendo públicamente una farola( ni nada que no sea comestible o, por lo menos, orgánico). En el caso de que estés acompañado de alguien de confianza, es bastante improbable que la tentación compulsiva de hacerlo se manifieste así, sin más, o que los pensamientos se encaminen de manera natural en esa dirección( mmm, una farola ¿Qué tal si le pasamos la lengua?). O a lo mejor me equivoco y esos dos adolescentes de los que hablaba al principio se bajaron después del autobús, buscaron un parque solitario y pegaron sus lenguas a los lados opuestos de una misma farola y continúan allí, esperando que alguien los rescate con un vaso de agua caliente o a que mejore el tiempo.
Y pica en la imagen, que hay tira