En esto que me meten en el escáner y empieza el
ruido. Me quedo sopa justo después de hacer un pequeño recorrido mental
de posibilidades funestas en el resultado de la prueba. “Me cagon la
puta”, pienso, “podía haber aprovechado mejor estos últimos 30 años”.
Duermo. Me despierta la voz del profesor y tengo 16 años y estoy en el
instituto. Ahí está mi compañera de pupitre. Recuerdo que siempre
andábamos restregándonos las piernas de manera casual durante las
clases y me pillaba unos calentones del demonio. Dejo caer un lápiz y
al agacharme a recogerlo le paso la lengua por la pierna desde el pie
hasta la rodilla (esta vez voy a hacer las cosas bien desde el
principio, ni una oportunidad desperdiciada). Me mete un rodillazo en la
boca y me doy también en la cabeza con la mesa. Vale, esta me salió mal
pero todavía puedo arreglar algunas cosas. Esa misma tarde y después de
imitar la apatía adolescente durante la comida familiar (¡qué jóvenes y
bobalicones parecemos todos!), me meto en un kiosco del centro con la
intención de atracarlo y guardar el dinero para invertir en Microsoft o
en algo. El kiosquero me manda a la mierda.
—Pues dame un par de pitos rubios —le digo, dejando dos duros encima del mostrador — Eso, fortuna.
Me siento en un parque a fumar y después de cavilar un par de segundos
decido acercarme a la autovía y arrojarme a las ruedas de un camión
porque si ahora que estoy intentando hacer algo con mi vida tampoco me
va a salir bien no merece la pena repetir. Ahí viene. No, espera,
primero tengo que hacer una visita a la bodega central. Con la botella
de tinto encima de la mesa se me ocurre un reto: lo que voy a hacer es
intentar repetir toda mi vida al dedillo de manera que no me desvíe ni
un centímetro del tortuoso camino hasta el escáner de 2015. Será una
empresa difícil pero divertida. ¡Por ahí viene Oscarín! ¡Pide un vaso
Oscarín!
—No hable, por favor —me despierta una voz en los auriculares.
Ooooh, todo un sueño tonto dentro del escáner.
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