-Ay,
Marisa, qué triste, esta noche tuve un sueño crepuscular en el que yo era ya
anciano y me masturbaba lánguidamente en el balcón de la solana de la casa de
mi abuela, observando cómo las sábanas se mecían melancólicas en el balcón. Las
hojas secas flotaban en el aire y coreografiaban una triste melodía que todavía
resuena en mi cabeza y el rebuzno de un
burro solitario desde lo profundo del bosque parecía recordarme tiempos mejores que ahora
amarillean en viejas fotos arrugadas.
-¿Y
te masturbabas lánguidamente?
-Sí,
Marisa, de manera inconsolable.
-¿Te
masturbabas de manera inconsolable?
-Marisa,
por el amor de Dios, estoy empezando a pensar que eres incapaz de sentir
empatía.
-Perdona,
cielo, pero no consigo entender cómo ese panorama otoñal te hizo sacarte la
burra y empezar a pelártela y cómo puede una persona masturbarse lánguidamente
o de manera inconsolable.
-Pero
Marisa, en ese momento comenzó una lluvia
arrulladora que componía una grata sinfonía de canalones desbordados, repiqueteo
en los cristales, y gotas deslizándose sobre las hojas desmayadas que caían cadenciosamente sobre el barro.
-Eso
es muy bonito, Mariano, supongo que te guardarías la polla.
-No,
Marisa, ¿por qué habría de hacerlo? Era un anciano y ya nada me importaba,
Marisa. A veces pienso que no tienes corazón ni sensibilidad.
-Sigo
un poco desconcertada ante tu insistencia en meneártela en ese contexto cargado
de emociones y añoranzas.
-Ay,
Marisa, podía sentir el aroma de la piedra húmeda y los viejos aperos de
labranza posaban envueltos en telarañas, esperando ser rescatados del olvido.
-Y
te masturbabas lánguidamente.
Marisa
salió de casa sin decir nada más. Se había dado por vencida.
En realidad
me había callado algunos detalles de mi sueño. Debajo del viejo colchón de lana
había encontrado unas revistas de putas que escondía de chaval y era asombroso
el montón de pelo que tenían aquellas mujeres. Había una gorda que tenía una
mata de vello púbico que le llegaba hasta el ombligo y el culo lleno de granos y varices en las piernas
(no había photoshop). La rubia de las tetazas tenía una melena en el sobaco
que serviría para hacerle una peluca a un señor de cabeza no muy grande. También
había una de dientes amarillentos y una sola ceja que sonreía muy estúpidamente
con toda la cara llena de esperma y un pegote colgándole de la oreja a modo de
pendiente. De algún modo que no puedo explicar y a pesar de que en el sueño era
un anciano octogenario, se me había puesto la polla como un calabacín y me la
había sacudido hasta que me desperté con el glande enrojecido e irritado como
una morcilla recocida.
No
sé qué demonio malvado me hizo omitir las revistas de putas e incluir la paja
en el relato. No sé qué demonio malo me hizo inventarme todas esas cosas sobre
el otoño, la melancolía, los rebuznos, las hojas y la lluvia triste. Solo sé
que, mientras llenaba la cafetera de agua, un rato después, pude ver mi sonrisa
bobalicona reflejada en el grifo.
1 comentario:
Lánguidamente (AÚN), no lo probado.
BUEN DIBUJO.
Un saludo.
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