jueves, 30 de mayo de 2013

El hombre que padecía del corazón



Iba paseando por la Avenida de la Constitución y un tipo me adelantó corriendo de una forma un tanto anquilosada y la idea de no ver cómo era su cara se me hizo insoportable hasta el punto de ponerme a correr tras él. A veces voy tras un culo femenino para conocer la cara de la chica que lo regenta y a veces le cojo tanto cariño al culo mientras lo persigo que detengo mi persecución por temor a que su rostro sea una decepción. Pero este caso era diferente porque el tipo que me había adelantado llevaba traje y una corbata que ondeaba dejándome ver sus topos amarillos a ratos. Y los brazos mantenían un ángulo recto perfecto con vértice en el codo y elevaba las rodillas desmesuradamente a cada paso. Pero cómo corría el cabrón. Y yo detrás. Se paró en un semáforo y se puso a dar saltitos para no enfriar durante la espera. Examiné su perfil por el rabillo del ojo y comprobé que los ojos no se salían de las cuencas ni moqueaba ni su lengua asomaba estúpidamente ni un hilo de saliva se deslizaba por su barbilla. Parecía normal. El semáforo se puso en verde y salió disparado nuevamente y yo detrás porque la expresión de su rostro no me había dado ningún dato interesante y ahora quería saber por qué corría o al menos a dónde iba. Torció repentinamente a la izquierda y cuando hice lo mismo no vi a nadie. Se había desvanecido. Entré en el bar COJAISA, que estaba en esa misma calle. Un bar con ese nombre solo podía estar regentado por tres socios o por una pareja cuya hija se llamaba Isabel y los clientes serían los amigos de los dueños y poco más. Habría pan con rodajas de salami de pincho y bocadillitos de jamón y queso. El tipo que corría era el único cliente y el señor Co… o Ja… estaba detrás de la barra limpiándose las manos con un trapo. Mi corredor jadeaba todavía. Me apoyé en la barra jadeando también.
—¿Me pone una ración de chipirones y un vino de la casa? ­—dijo el corredor del traje.
Y se sentó en una mesa a leer el periódico.
Pedí una cerveza de manzana.
—¿Una cerveza de manzana? —dijo ahora, levantando la cabeza del periódico—¡¡Que no lo llamen cerveza, cojones!!
—Tiene usted razón, amigo, me tomaré un Ramón Bilbao —(quise congratularme con él para entrar en conversación)
—Buena elección. Yo no me lo puedo permitir y me tengo que beber la basura de la casa que vende mi cuñado.
Bien, el señor que corría era cuñado del dueño del bar, que emitió una risilla cavernosa al ser mentado.
—Perdone, no he podido evitar verle a usted correr por la calle como alma que lleva el diablo justo antes de que se parara en este bar...
—No lo creo
—Sí, hombre, corría usted como un demonio. Tiene la camisa empapada.
—Yo no puedo correr, amigo, padezco del corazón.

lunes, 27 de mayo de 2013

EMPRENDEDOR




Me dicen por ahí que tengo que poner un negocio. Me cago en la puta, llevo toda la vida atando la mula donde manda el amo y yendo de putas cada tres meses para quitar lo gordo y mi hijo se comporta como si lo hubieran criado un urogallo y un ornitorrinco y lo hubieran maltratado en la infancia. Mi mujer trabajaba tanto y tan mal pagado que aquella voz atronadora se ha quedado en un hilo agonizante y ahora que no trabaja me está llenando la casa de gatos callejeros a los que llama con nombres de tertulianos de programas del corazón. Cada vez que se me cruza el “Matamoros” con su andar cansino de gato viejo me apetece reventarle la cabeza de una patada. Y a la siamesa “Patiño” no os voy a explicar lo que me apetece hacerle porque igual estáis comiendo. El chaval le mete patadas a la puerta cuando estoy cagando y se comporta en general como si yo hubiera estigmatizado su destino con mi mediocridad. No sé qué es estigmatizar pero me lo dice a menudo. El estigma. Tiene la marca de la bestia en el cuero cabelludo, me echa en cara,  pero no la de la bestia diabólica que es el 666 y por lo menos le hubiera servido para algo; él siempre dice que tiene la de la bestia de carga porque ha heredado una mancha pequeña en forma de herradura de color ferruño que ya empieza a asomar porque se ve que el chaval va a ser calvo como su padre.

En el bar me dice un tipo de mi quinta, que siempre me llevó delantera en ingenio e ímpetu emprendedor, que no debería ser tan pusilánime y que por lo menos  beba vino de corcho y no esa mierda que me meto al coleto como si fuera a acabarse el mundo. Yo le digo que si su hija sigue saliendo con el subnormal aquel que anda enseñando los calzoncillos con esos pantalones que parecen albergar medio kilo de mierda. Que emprenda él, su futuro yerno o quien sea, si les sale de los cojones, porque yo ya soy un esclavo institucionalizado y llevo dentro una rata sumisa enquistada que ya nunca saldrá de ahí. Sí, señores, cada vez que se me ocurre algo susceptible de cambiar mi vida a mejor, la voz mezquina de la rata me dice “¡¡dónde irás, tú, animal, si viniste al mundo con una azada en vez de con un pan bajo el brazo!!”

Mi mujer, la pichona, que la llamo, anda medio trastornada ya y se trae a los gatos pero no mira para ellos, se pasea por la casa con una bata raída y unas zapatillas de garra de oso (¡¡con lo coqueta que era y la energía que gastaba!!) y debe hacer dos años que no la oigo reírse si no es cuando cuentan alguna desgracia en la tele, “otros seis al hoyo y que no se pare la fiesta que sobramos muchos”, dice, con una risa demente y alarmante. Se pasa las horas muertas en el balcón de casa y a veces escupe al vacío.

Vivimos en un noveno piso y   el otro día me apeteció agarrar sus tobillos mientras asomaba medio cuerpo por el balcón dejando caer lentamente un hilo de saliva y tirar de ellos hacia arriba haciéndola caer al vacío.

Y lo hice. Luego saqué medio cuerpo y miré. La sangre parecía dibujar alguna forma en el asfalto. Primero parecía la silueta del pato Donald pero finalmente parecía más una especie de jirafa, pero con una oreja de más. Me quise tirar yo también (esa era la idea), pero me apeteció bajar al bar y tomarme un vino de los caros. Uno de corcho. Al pasar al lado del cadáver de mi esposa preferí no mirar. Di un saltito para sortear la sangre. En el bar estaba el listillo de los consejos. Pedí un rioja crianza y alzando la copa con el dedito meñique escayolado dije, a viva voz:

—Creo que voy poner un negocio de congelados.

miércoles, 15 de mayo de 2013

AFORTUNADO



—Ay Marisa, qué risa, acabo de ver al vecino del quinto en la cola de la cocina económica.

Mi Marisa dejó el libro y se quitó las gafas y me miró. Pasaron unos segundos o unas horas.

—¿Qué? —dije

—Me has avergonzado muchas veces por idiota, pero nunca pensé que lo hicieras por mezquino.

Y cogió, se levantó, se puso las botas y se fue sin decir más.

Tanta tontería por el vecino del quinto cuando los dos estuvimos siempre de acuerdo en que era un pedante y un gilipollas. Trabajaba de albañil y se comportaba como si fuera el dueño de una cadena de restaurantes de cocina fina desperdigados por toda España y parte del extranjero. Recuerdo que hace unos cuantos años nos tomamos tres vinos en el bar de abajo porque invitaba él y va y me dice: “¿Por qué no buscas algo de trabajo en la construcción? Ahora cualquier inútil sirve para peón de albañil. Hasta mi sobrino ha dejado la carrera a la mitad para ponerse a trabajar”. Luego cogió el móvil y dijo tres veces en 6 minutos: “…yo solo quería trasladarte mis dudas al respecto…”. ¿Os lo podéis creer? Es como cuando yo encuentro una palabra rara en el diccionario y la meto con calzador en todas las ocasiones que puedo, solo que yo lo hago para irritar a Marisa y él lo hacía para presumir. Yo digo, por ejemplo, que siento una tristeza acuciante. Luego digo que vaya manera acuciante de llover o que al que acucia dios le ayuda. Pues este tipo del que os hablo igual, mientras hablaba conmigo y con el chigrero alzaba la voz como si en realidad lo hiciera para todos los presentes y que me maten si no dijo cuatro veces extrapolar en una parrafada sobre sus vacaciones en el Caribe y que me maten si no había pedido un préstamo para tomarse esas vacaciones porque la vida es muy corta y no te la vas a pasar en chándal y zapatillas (y compartió media sonrisa con el chigrero, mientras los dos me miraban de reojo a mí, a mi chándal y a mis zapatillas). Se había comprado una segunda casa en la costa y decía que el tipo del banco y él eran uña y carne y le había engrosado el préstamo para que se comprara también un coche.

Pero mi Marisa se había enfadado por alguna razón que desconozco y pensé que a lo mejor el pobre era un tipo de origen humilde que fanfarroneaba y decía “extrapolar” y “trasladarte mis dudas” porque andaba bajo de autoestima y no se merecía caer en el pozo oscuro de la pobreza, así que la siguiente vez que me encontré con él (esta vez hurgaba en un contenedor) le invité a un vino en el bar de debajo de casa y le dije que no hacía ni media hora me había encontrado a su amigo el del banco pidiendo limosna en chándal y zapatillas en la calle, y aproveché para gritar, a viva voz, dirigiéndome también al chigrero y a todo aquel que me quisiera escuchar:

—¡¡ME CONSIDERO AFORTUNADO PORQUE A MÍ NADIE ME COMPADECERÁ NUNCA AUNQUE ME VEAN HURGAR EN UN CONTENEDOR O HACER COLA EN LA COCINA ECONÓMICA!!

Mi chándal relucía de orgullo y me dio la impresión de que mis zapatillas se elevaban del suelo conmigo dentro, por encima de las cabezas de los parroquianos, por encima de las cabezas de hidalgos  albañiles y usureros.

domingo, 12 de mayo de 2013

Trabadelo y el hombre de la oreja verde.



Recuerdo que andaba yo un día, allá por el 88, borracho como un lémur en la noche gijonesa, cuando me di de bruces con Paco Abril, el hombre de la oreja verde en la sección infantil de la Nueva España. Lo reconocí al instante y dije:

­—¡Coño, si eres el hombre de la oreja verde!

No dijo nada (creo que arqueo una ceja) y no insistí. Me sumergí en la pista de baile con un vaso de un líquido azul que acababa de robar en la barra y me dediqué a hacer como que bailaba dejando que mi mano muerta se frotara con los culos de las chicas.

Al día siguiente estábamos los amigos  en el parque fumando unos porros y también estaba Trabadelo (nombre ficticio), un tipo que andaba con nosotros aunque dudo que fuera amigo de nadie. No bebía ni fumaba porros ni tabaco, asistía con curiosidad antropológica a nuestras celebraciones adolescentes y a veces intervenía, indiferente y sin implicarse emocionalmente,  en nuestras conversaciones. Su madre estaba como un queso y cuando íbamos a su casa (nunca entendí por qué nos invitaba) solía acariciarnos la nuca y hablarnos con diminutivos y yo siempre imaginaba una relación incestuosa entre madre e hijo. 

El caso es que estábamos en el parque con las pestañas erizadas y la risa floja y recordé  mi encuentro con Paco Abril, solo que no recordaba su nombre real.

—Ayer me encontré con el hombre de la oreja verde —dije.

Se hizo un silencio porque nadie leía el periódico y menos aún la sección infantil.

—Tiene otro nombre pero no lo recuerdo ahora. Sale en el periódico.

—Da igual, amigo Javier, si tenía una oreja verde seguro que su nombre es impronunciable para la especie humana —dijo entonces Trabadelo.

—¿Tú te follas a tu madre o qué? —dije. Trabadelo siempre me superaba en agudeza y me hacía perder las buenas maneras con su laconismo.

Se levantó y se fue y ya nunca más se volvió a arrimar a nosotros. Me he enterado por casualidad de que ha publicado recientemente y con bastante acierto, un estudio revolucionario sobre la manera en que nuestro  cerebro anfibio se relaciona con la corteza cerebral y de qué manera nuestras decisiones aparentemente racionales dependen de una criba emocional que las hace no tan racionales.

¿Os imagináis que nunca  hubiera insultado a Trabadelo y su prodigioso cerebro hubieran acabado siendo captados y anulados por nuestra secta de descerebrados?