Resulta que hoy no me apetecía ir sentado en el autobús
porque quería hacer un poco de ejercicio de mantenimiento aprovechando las
curvas y los frenazos. Pues se levantaron tres a la vez y dos eran ancianos.
Rechacé el ofrecimiento y me puse en el descansillo. Dos manos se levantaron
desde atrás queriendo cederme el sitio. Rechacé, nuevamente, dando las gracias.
Entró una anciana y todo el autobús se movilizó para cederle el sitio. Todo el
mundo quería que se sentase en su sitio. Entró una chica con muletas y todos se
organizaron rápidamente para que pudiera pasar hasta el sitio que alguien le
cedía. Un chaval con pinta de poligonero dirigía el tráfico y ordenaba un poco
para que se hiciera un pasillo para la chica de las muletas. Un frenazo me hizo
perder el equilibrio y cuatro manos se apresuraron a sujetarme. Me sentía
inquieto. Sonreían. La anciana del vestido morado charlaba animadamente con un
yonki desdentado, que le dio unos consejos sobre alimentación sana y prevención
de diabetes.
—Muchos diabéticos no saben que lo son y muchos no saben que lo serán, pero todo
es cuestión de voluntad —decía el yonki—. Yo me meto de todo por la vena pero
nunca me verá usted comer bollería industrial ni carnes rojas.
A través del retrovisor se podía ver la sonrisa feliz del
conductor. Me entró miedo y me bajé dos paradas antes. Caminé unos metros y
adelanté al autobús en el semáforo. Un montón de cabezas sonrientes me miraban
desde el interior.
Algunos adultos aupaban a los niños para que me vieran y
sonrieran también.
Una gotita de sudor frío se deslizo desde mi sien hasta la
barbilla.
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