Cuando era joven, impulsivo y lleno de energía intenté que me declararan incapaz de la mente y me dieran una paga de por vida. Primero le dije al médico de cabecera que tenía delirios religiosos y fantasías sexuales con hamsters muertos y trozos de hígado y este me remitió al servicio de salud mental. Allí me atendió una psicóloga muy simpática con la boca toda llena de dientes y los ojos orlados de pestañas. Los síntomas que le describí no debieron cuadrar con ninguna patología de su lista de patologías, probablemente porque no preparé el relato de las circunstancias que rodeaban mi vida y algunas de sus preguntas insidiosas debieron descubrir alguna incompatibilidad con las posibles enfermedades en que podría incluirme a juzgar por los síntomas. Así que cambié de médico de cabecera y de distrito postal y repetí la operación pero esta vez me limité a simular una depresión con instintos suicidas. Me remitió también a salud mental y esta vez me atendió una mujerota gorda con la cara colorada. Le dije que solo me quería morir y que todo se acabara patatín patatán, estuve todo el rato con la mirada huidiza y emitiendo miradas nerviosas a la puerta, queriendo aparentar que temía algún peligro o deseaba salir corriendo, levantándome bruscamente en posición de huida y volviendo a sentarme después sin demasiada convicción. Más tarde me enteré de que mi actitud era un poco incongruente y que la ansiedad que había mostrado tampoco era compatible con la depresión paralizante de instintos suicidas. La señora me recetó unos ansiolíticos y no concertó nueva cita. Volví a probar suerte con un nuevo médico de cabecera y cambiando de distrito postal para no coincidir con los anteriores psicólogos. Esta vez le dije que había una voz que me decía todo el rato que orinara y defecara en público y que no hacía más que comer gelatina todo el rato. El médico de cabecera era un tipo muy gracioso con los ojos pequeñitos detrás de unas gafas muy grandes que hacían juego con el tamaño de sus orejas
- Uhm-,dijo- así que la voz le dice que orine y defeque públicamente y coma gelatina todo el rato.
Me dio un ataque de risa porque me hizo gracia la repetición de mis síntomas en boca de un tipo con aquellas orejas y esos ojitos diminutos. Además se había confundido.
- No me ha entendido, lo de la gelatina es cosa mía, la voz solo me dice que orine y defeque.
Ahora le dio a él un ataque de risa.
- Vaya, me ha caído usted en gracia. Le voy a preparar una orden de jubilación, pero le ruego encarecidamente que deje de comer gelatina todo el rato, ya que ninguna voz le impele a ello.
Escribió unas líneas en un papel y lo firmó y me lo dio. Me puse muy contento y le di las gracias y me fui. "Este señor no está pa trabajar", decía el papel. Antes de salir del centro de salud caí en la cuenta de que me había olvidado la chaqueta y volví a la consulta a recogerla pero allí donde antes había un médico de gafas con la cara muy graciosa, ahora había un viejo librero con una barba blanca y una lupa, pero nadie se lo cree y ahora han pasado los años y ni yo mismo estoy seguro de que todo aquello hubiera ocurrido, solo mi Marisa me dice a veces, cuando no puede dormir:
- Ay, cariño, cuéntame otra vez lo del librero de la barba blanca.
Y entonces yo cojo y se lo cuento mientras ella reposa su cabecita sobre mi pecho, pero los dos nos quedamos dormidos antes de que consiga recordar lo que ocurrió después con el anciano librero de la lupa.
En la imagen, página 1 de 5
2 comentarios:
No le des más vueltas. El 60% de los psicólogos y psiquiatras de la seguridad social fueron libreros en su anterior vida.
Y serán curas en la próxima.
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