Hacía tiempo que sentía a Roberto ausente. Cuando ella le
hablaba, él parecía desenfocar la mirada mientras asentía automáticamente y pensó que de
alguna manera quizá se estaba alejando o que quizá nunca había estado
allí. Ya no recordaba cuándo fue la última vez que se rieron juntos, clavados
lo ojos de uno en los del otro, iluminados de felicidad.
Apretó una vez más. Ahora sí, ahora la mierda se deslizaba
por el ano compacta y suavemente. Contó los segundos que tardaba en salir la
pieza. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once,
doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve,
veinte, veintiuno, veintidós, veintitrés, veinticuatro (¡CONTAD CONMIGO!),
veinticinco, veintiséis, veintisiete, veintiocho, veintinueve (¡ESAS PALMAS!),
¡TREINTA, TREINTA Y UNO, TRIENTA Y DOS, JODER, TREINTA Y TRES!
¡WAAAAAA, TREINTA y
TRES SEGUNDOS DE ZURULLO ININTERRUMPIDO!
Laura no se lo podía creer. Pensó que Roberto se iba a reír
con ganas cuando le contara lo que había evacuado de su vientre. Un monstruo de
un metro de largo enroscado como una serpiente. Decidió dejarlo y esperar a que
volviera del trabajo para enseñárselo, todavía con la esperanza de que sus
corazones volvieran a encontrarse.
—¡Qué pena! —pensó—, si lo hubiera sabido hubiera cagado en
la moqueta.
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